"La verdad es que no sabes lo que sucederá mañana. La vida es una carrera loca, y nada está garantizado ". (Eminem)
2017, una noche de noviembre, península del Sinaí, Egipto. Suspiros en abundancia.
Acabo de pasar una última noche alocada en el café El Farsha en Sharm el-Sheikh bebiendo té de menta mientras trataba de fumar una shisha sin que nadie se diera cuenta de mi flagrante incompetencia como fumadora, pero en vano: Mi figura se perdía en una nube gigantesca con sabor a fresa. Hablando de eso, permítame aprovechar la tribuna para hacer un anuncio solemne y declarar el lugar como siendo oficialmente parte de la lista de mis cafés favoritos de por vida (no se pueden controlar nuestros flechazos, ¿verdad?). Luego, después de haber regresado rápido al hotel par asearme, abracé a Hend, Ougi, Dalia y Heba por última vez tratando de ocultar las enormes lágrimas saladas como el mar que comenzaban a estrellarse en mis mejillas enrojecidas por el sol egipcio, pero era demasiado tarde. Cuando el taxi salió para el aeropuerto, me estaba ahogando en mis propios sollozos.
¡No pasa nada! No te estoy escribiendo un texto tristecito, no te preocupes. Vas a ver. Pero es que odio espantosamente despedirme, lo admito. En especial cuando sé que la palabra se disfraza en un pesado "adiós", probablemente para confundirme y traumatizarme más, yo, la sensitiva de servicio. Romper en llanto, esto me es familiar. Lloro con frecuencia. En exceso. Y cuando me preparo para una llorosa despedida, planeo en contraparte una dulce diversión, sabiendo que será mi salida, mi tregua interior. Bien arrellanada en mi asiento de avión, vuelo entonces en la noche hacia Estambul, mi Estambul, donde tendré ocho horas para pasar a través de un checklist y así distraerme de mi marasmo, ocho horas para da la vuelta completa a mis emociones como si yo fuera un pequeño planeta gravitando alrededor de un sol propio a mi. Sonrío, deleitándome con anticipación de tal oportunidad.
Estambul... Hace desde 2015 que no fui allí, y me hace falta esta ciudad, como si yo fuera una mujer que no ha tenido sexo durante dos años. "¡Bienvenido a casa, girl!" Corro por el pasillo del avión como si mis zapatos tuvieran alas, vuelo hacia el puesto de inmigración, y no pasé de inmediato la seguridad de que ya tengo mi tarjeta prepagada de metro entre mis dedos temblorosos de excitación perversa (la cargué completamente durante mi última escapada, y la dejé dormir pacientemente en mi bolso esperando reutilizarla algún día). Brinco hacia la salida. No tengo un segundo que perder y corro como una gallina sin cabeza, el corazón bien feliz.
Tengo hambre. Es la hora del desayuno y estoy lejos del centro, pero ya sé dónde quiero comer. Salto en un vagón de metro hasta Aksaray, y luego camino hacia la línea de tranvía Bağcılar-Kabataş, pasando bajo el bulevar por un pasaje subterráneo lleno de puestos baratos que me recuerdan tanto que estoy en Turquía y no en la oficina. Este pasaje es el comienzo de mi zona de confort, entre jeans falsificados y baskets corrientes. Es mi hogar. Mi casa es un pasillo polvoriento desbordante de globos llenos de helio, de ropa barata, de flores y de hijab. Durante todo el viaje en tranvía, sonrío atontadamente, como si presenciara algo conmovedor. No me doy cuenta en el momento en que soy yo quien es conmovedora, macerando en esta alegría de estar simplemente viva y allí, en equilibrio entre Europa y Asia, entre el sueño y la realidad, un poco chafada después de haber quedado atrapada en un estrecho asiento de avión siguiendo esa noche de loca espera en el aeropuerto a desgranar las horas soñando con esta ciudad que pasaba una noche sin dormir, esperándome.
Me bajo a la estación de Sirkeci. Por un momento me quise bajar justo antes, en Gülhane, y descender rápidamente la calle como solía hacerlo en el pasado, después de un corto paseo en el parque local, pero el tiempo vuela y mi estómago gorgotea. Ya había perdido una hora en el transporte, de hecho. Este es el precio a pagar, no me quejo. Sobre todo porque me voy a Hafiz Mustafa. Ñam. Quiero comprar panecitos de olivo y unos poğaça calientitos, y ir a degustarlos en Eminönü mientras la ciudad se despierta y se enciende. Llovió en la noche. Las gotas cubren los bancos de madera de la plaza. Una anciana da de comer a las palomas al pie de Yeni Cami. A lo lejos, escuchamos los sempiternos pitos de los carros que luchan por abrirse camino rápidamente hacia el trabajo, y los "Allah Allah [1]" sonoros de sus conductores exasperados. Me río solo como una verdadera loca, pivotando de puntillas tomándome por una bailarina, y saco mi mejor "sonrisa pasta dental" para hacer un poco de "Facebook live", solo para mostrar al mundo entero (pero sobre todo a mis padres) que estoy más viva que nunca y que tengo una cita con el "Cuerno de Oro". Soy una princesa un poco chiflada en su sultanato.
Tic tac, tic tac, el tiempo se emociona en mi reloj. ¡Y tengo tanto que hacer! Tengo ganas de correr en el Bazar de las Especias, sólo para disfrutar de su efervescencia, y enfrentarme a la horda de vendedores coquetones que intentaran venderme delicias turcas muy caras y té a granel. Me río de ellos, usando mi turco oxidado por la falta de práctica para hacerles entender que conozco sus malditas tácticas y que sus guiños no me engañan, y luego, aterrizo en una calle adyacente que tomo para alcanzar un callejón donde hay una rama de LC Waikiki, una cadena de tiendas de Turquía (sí, lo sé, Waikiki, suena más bien como una hermosa hawaiana que baila hula al sonido de un ukelele, pero no te dejes enredar! Se vende aquí ropa turca). Mido la tienda entera, bendiciendo a los dioses de estar sola, porque mi esposo hubiera perdido paciencia y me hubiera probablemente pateado el trasero afuera de allí lo más rápido posible. Me encuentro finalmente un suéter funky que me gusta más que bien. El suéter es mío! Vendido! Al salir, hago un mini desvío a la tienda Galatasaray (y a la de Beşiktaş, pero shh, no lo digas) para ver las gangas. Como no hay ninguna, me quedo tranquila y mantengo mi billetera bien cerrada. Buena niña yo...
De repente, recuerdo haberle prometido a mi amiga Maryse que le comprará "auténticas delicias turcas", por citarla. Voy a la tienda Koska, que queda cerquita, para elegirle una cajita de lokums. Este lugar es el paraíso de los dulces y tienes que ir por lo menos una vez en tu vida. Me encanta errar allí como un espectro y sentirme indecisa entre uno, dos o tres sabores. Hay hermosas cajas de colores en todas partes y huele a azúcar. Encuentras mermeladas, melaza, helva y almendras azucaradas. ¡Hay azúcar en polvo en todas partes, tanto que el lugar se parece a un tempestad de nieve canadiense! ¡Esto es una locura! Pruebo un caramelo, luego otro. ¡Cuanto más como, más me vuelvo inaguantable y salto a todos lados! Mi dulce locura se convierte en total descontrol, me agito inútilmente, voy y vengo en los pasillos. Por fin pongo la mira en una gran caja de delicias turcas mixtas para mi amiga, y en una pequeña caja de lokums de pistacho y granada para mí... porque tengo que ser razonable de vez en cuando. Si me conoces bien, ya sabes que nunca me quedo a medias, que soy una hipérbole viva, y que, por lo tanto, tengo la molesta tendencia a tirarme a la exageración como al agua. Así que aquí, trato de controlarme un poco... Sobre todo porque no me sobra más espacio en mi pequeña mochila y no quiero pagar un exceso de equipaje. Salgo de allí atiborrada de dulces, pero aun tengo suficiente apetito para ir a almorzar.
Sí, voy a seguir comiendo. No soy bulímica y no compenso por la comida, pero hoy, voy con mucho gusto a devorar por lo menos un platillo por cada una de mis emociones, lo decidí. Consultaré después a un psicólogo para analizar la génesis de mi "episodio". Estambul es comestible, así es. Si viviera aquí, estaría mórbidamente obesa, ya que esta ciudad despierta mi apetito como ninguna. Me quedan cinco horas para tragarme todo. Dos de hecho. Porque tengo que regresar dos horas prior a mi vuelo al aeropuerto y tener una hora para el transporte de regreso... ¡Miseria! Me faltará tiempo. Aquí es el momento donde derramo una lágrima predecible. Como si no hubiera llorado lo suficiente el día anterior, ¡Dios mío! Y sé dónde quiero comer, de repente. No es sexy como lugar, pero a mí, me excita. Así que me dirijo al Café Bambi para comer dos hamburguesas Islak que voy a ahogar en el té negro sin azúcar, un te demasiado fuerte que hará hacer free games a mi corazón (en un vaso en forma de tulipán. ¡Esto es importante!)...
Aquí estoy en el restaurante... demasiado temprano. ¡Las primeras hamburguesas Islak estarán listas solo en media hora! No importa, aquí es donde me apoltrono y miro a la vaporera hacer su trabajo, como Silvester babeando al ver al pájaro Tweety columpiarse en su jaula. Cuando el mesero viene a traerme los bollos divinamente rellenos, casi me desmayo por tanta emoción aumentando en mí. Aquí es donde el hombre parece reconocerme. Porque no es la primera vez que nos vemos, él y yo. No sé si es por culpa de mi divertido turco un poco musical (que probablemente sea inolvidable para cualquiera persona que le escuche una vez en su vida) o porque vive un déjà-vu, de repente recordando mi cara de glotona cuando me sirve esos diamantes de hamburguesas. ¡Me deleito, santo Señor-María-José y los ángeles! Es grasoso, es picante, ensucia, se derrite, es delicioso en mi boca.
Todavía tengo suficiente tiempo para tomar el tranvía y subir de tres estaciones para ir a tomar una tarta de fresas como postre. Te lo dije: estoy decidida a atiborrarme como una oca, cuyo hígado está engordado a la manera francesa. Ahogo mi tristeza de irme pronto en la comida. Y esta orgía de platillos que no tengo en casa termina muy bien las vacaciones. Bueno. Me dirás: "Tarta de fresas, me parece que es algo conocido en Quebec". Es cierto. PERO NO ESTA TARTA EN ESTE LUGAR! Todo el matiz esta en la palabra ESTA". Llego a la pastelería Ciğdem sin aliento, preocupada al ver mi reloj ponerme la realidad del tiempo que pasa debajo de las narices, como si el tiempo me abofeteara como una mamá italiana, pow, una buena paletada en la nuca para que coloque de nuevo mis ideas en su lugar... o no. Creo que nunca he engullido una tarta tan rápido en toda mi vida. Para mi que el tipo del servicio se dijo que yo no era un ser humano sino una cerda. "Tengo prisa, tengo que tomar un avión", me disculpo de todos modos, falsamente afligida. Cuando me voy, me digo que iba a quedar en mi mente la idea de la tarta más que su sabor, ya que había tragado todo sin masticar. "Pobre idiota", me digo, avergonzada de tal comportamiento. "No seas tan dura contigo mismo", me responde mi conciencia de inmediato. "Pronto, estarás llorando en tu escritorio a la oficina contemplando a tus objetivos de mejoramiento continuo". Esta idea me pone la piel de gallina.
Estoy en el tranvía, en el camino de regreso, cuando recuerdo que he olvidado comprar sobres de café instantáneo de almáciga. Porque este café, no hay en casa. Me echo uno de estos cafés cuando estoy en un mal estado psicológico, y por lo tanto, necesito una buena reserva. ¡Algunas escapatorias crean adicción! Pero aun tengo tiempo para bajarme a Zeytinburnu, ya que me acuerdo de un puesto donde se venden los preciosos sobres en la estación del tranvía. Mis recuerdos no me han fallado. La tienda todavía existe. Así que traumatizo al vendedor vaciando su caja de café a sabor de almáciga, agarrando todos los especímenes disponibles con una sola mano. "Sí, estoy loca, lo sé, parece que nunca he salido de mi vida", me digo a mí mismo (en turco, además, como si fuera natural pensar de nuevo en el idioma de Ardaaa Turan), imaginándome responder a su mirada impregnada de un cierto juicio con un sarcástico: "Me vale, hombre. Me voy, de todos modos ".
Así que llego en Atatürk a tiempo. Veo a la gente deambular por el gran hall, diciéndome que ningún aeropuerto en el mundo despierta en mí tanta nostalgia, tanta melancolía. Luego, justo cuando voy a echarme a llorar, aromas de pura felicidad vienen a mi nariz y excitan mis neuronas: huele a pan. Alzando mis ojos empañados, descubro un kiosco Simit Sarayı a lo lejos. Me digo a mí mismo que un simit con queso y tomate para el camino, no sería demasiado. Después de todo, me espera un largo vuelo de diez horas, y morder en un simit podría salvarme de llorar mi vida al momento del despegue.
No tuve tiempo para deambular por el puente de Galata. No vi a mis amigos, ya que todos trabajaban mientras yo corría en trance por las calles de la ciudad. No pude ir a una tienda de discos. No pude cruzar al lado asiático. Tendré que volver pronto, no tengo otra opción. Nunca tengo tiempo para hacer todo, pero la dulce locura de esta escapada llena mi alma de combustible. Mis baterías ahora están cargadas a su plena capacidad, lo suficiente como para continuar mi viaje hacia el invierno que me estaba esperando en el otro lado del mundo, invocando mi nombre incansablemente: "Marie-Eve! Marie-Eve! ¡Te extrañé, tú y tu incesante refunfuño contra mi hermosa nieve lista para cubrir tu universo durante seis meses!"
A cada uno su chispa de locura, a cada uno su viaje, y la loca a secas que soy, a pesar de que le faltó tiempo, al menos aprovechó esta chiflada escala para redescubrir cómo sonreír un poco.
[1] Dios mio