"La felicidad es como una mariposa: vuela sin mirar atrás" (Robert Lalonde)
Parecía que toda mi vida solo me había servido para llevarme a esta fecha del 22 de enero de 2019, en los albores de mis cuarenta, como si hubiera sido un paquete para entregar a buen puerto. Todo mi equipaje, todos mis encuentros, todos los meandros de los caminos que había tomado hasta ahora me habían hecho crecer alas de mariposa en la espalda sin que me diera cuenta. No sabía que estaban allí, entre mis dos omóplatos, un poco arrugadas por no haber sido desplegadas todavía. Y como el Principito lo ha tan bien dicho: "lo esencial es invisible a los ojos". Debemos aprender a ver con el corazón para que la luz emane. A veces, nuestro corazón necesita un par de lentes para que la niebla finalmente se disipe, para que el telón se levante... y las alas, así abrirse en una apoteosis como los brazos de un amigo que no hemos visto desde hace siglos.
Este 22 de enero pasado, realicé un viejo sueño que acariciaba desde el principio de los tiempos: el de suspenderme en una montaña de Michoacán para mezclarme con millones de alas en movimiento. De hecho, el sueño siguió siendo sueño hasta el último segundo, ya que el momento era tan inimaginable que simplemente no podía ser verdad. Entonces, abrí más grande mis ojos ya asombrados y miré a mi alrededor, pasmada al ver a mi amigo Li conmovido como un chamaco. En este momento, me di cuenta de que yo estaba allí de verdad, quizás sin aliento por andar posada mal que bien a 3.200 metros sobre el nivel del mar, pero casi capaz de tocar con la puntita de los dedos las nubes tatuadas en el infinitamente grande.
Ochenta millones de mariposas nos habían recibidos generosamente en su recámara. Ciento sesenta millones de alas. Ciento sesenta millones de caricias potenciales en mis mejillas, en mi cabello, en mi cuello, de posibles besos alados... No sé si te puedes imaginar la musicalidad de todo este batir de alas en un territorio tan conciso. Es casi como el sonido de un arroyo que fluye salvajemente por una montaña, como si el aire empujado por todos estos pequeños papalotes de fuego se licuaba como lava fundida para hundirse en mis pies, tapizando el suelo de manchas naranjas y negras. Las pequeñas mariposas se depositaban en ese entonces en la punta de un zapato, en un hombro o cerca del corazón. Ya no nos moviamos, dejabamos de respirar, como si de repente estuviéramos cargando un alfiler hecho de topacio y diamante negro de una incomparable rareza. Si no podía evitar dejar caer una lágrima, era una ala errante de ninfálido que me la quitaba con gracia al clavarse en el vacío desde la punta de mi nariz respingona.
El santuario del Rosario es un hotel para mariposas. Un hotel romántico de cinco estrellas en el pleno corazón de la naturaleza. Las mariposas se quedan aquí de diciembre a marzo para hacer el amor. En todas partes a mi alrededor, las mariposas bailaban dos por dos como hadas en zapatillas de ballet. El acto parecía de una deliciosa delicadeza, de una poesía sublime. ¿Sabías que el color naranja era el color del segundo chakra, el chakra sagrado, el de la sexualidad? También es el chakra del movimiento y de los placeres de nuestra vida en la Tierra. ¿La historia de todas estas pequeñas mariposas naranjas no te parece emotiva, cuando lo piensas? Las mariposas pasan el invierno a procrear en México. Luego agarrarán el cielo hacia el norte para reconectarse felizmente con el verano, dando a luz en el camino. Entonces, morirán. Son los bebés mariposa quienes, después de haber crecido un poco, viajarán miles de kilómetros y finalmente regresarán por instinto en el siguiente diciembre a este mismo santuario del Rosario para hacer el amor a su turno. Y el ciclo volverá a comenzar a vitam aeternam, recordándonos de paso toda la belleza y, al mismo tiempo, toda la fragilidad de la vida. La mariposa nos da una lección de perseverancia y de valor, destacando las antenas en frente directamente hacia su destino sin una sola vacilación, y recuperando el aliento sobre una flor si es necesario. Es fascinante. Quisiera poder hacer lo mismo.
Es que los humanos tenemos esta (muy) molesta tendencia a mirar hacia atrás, a veces furtivamente, a veces francamente, a aferrarnos desesperadamente a este abigarrado pasado que arrastramos más a menudo que lo deberíamos como una carga ralentizando nuestros valientes impulsos y nuestras deslumbrantes pasiones. Nuestra hermosa libertad en bruto está manchada de forma indeleble, en la medida en que le damos a ciertas personas mil y una oportunidades... mil oportunidades demás. Queremos tanto reparar nuestro pasado, pero es como una olla ya quebrada en muchísimas trizas, y deseamos encontrar esa sensación de antes... Un sentimiento volatilizado, evaporado como agua de perfume en el universo. Estamos estancados o, si seguimos adelante, lo hacemos en moonwalk en lugar de extender nuestras alas y dejar que nos lleven lentamente hacia NUESTRO gran viaje personal, el de una vida. Una mariposa nunca hace eso. Ella nunca se estanca. Toma su impulso, y aunque se pone a dar vueltas en medio de una tormenta de viento repentina, aún mantiene el rumbo hasta su último aliento. ¿No es una convicción gigantesca, mucho más grande que la vida?
Habían pasado dieciocho años desde mi último viaje a México, a pesar de que había vivido allí durante cuatro años. Como una mariposa monarca, volví al nido, así, sin saber realmente por qué, tal vez guiada por mis antenas, por mi nostalgia o por el olor del tamarindo, del mango y de la piña. O tal vez fue sólo impulsivamente? Un proverbio tibetano que me gusta mucho dice que el viaje es un retorno a lo esencial. Las mariposas probablemente están imbuidas de esta sabiduría tibetana. Saben desde el principio dónde está la casa y dónde está la muerte. Yo, solo quiero volar.