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Volví a encontrar el Sur


"La brújula es estúpida: ¡indica el Norte mientras que todos prefieren el Sur!" (Michèle Bernier)


Si algunas personas pierden el Norte, es el Sur que perdí lamentablemente durante dieciocho años. Dieciocho largos años temblando de frío, tratando de convencerme, obstinada, que mi lugar estaba solo en el Norte, que las manzanas eran mejores que los mangos, que mi desierto de nieve podía reemplazar mi desierto de tierra, como si tuviera que elegir obligatoriamente un punto cardinal para depositarme por siempre, como si la vida fuera solo trivialmente unidireccional. Después de todo, no elegimos dónde nacemos, y este espacio que llamamos "hogar" a menudo se define donde nuestros amigos, nuestra familia, nuestro trabajo y nuestros recuerdos de la infancia se exponen a diario. Mi piel demasiado blanca tiraba al norte, incluso en pleno verano.


Pero resulta que en las primeras etapas de mi vida adulta, había conocido otras cosas, otros rumbos. Había salido fuera de los caminos trillados, y calentado mis manos frías. Me había convertido en una mujer real en otro lugar que en este norte tan familiar. A los dieciséis, casi diecisiete, me había aventurado a irme. A desplegar mis alas. A elegirme. A vivir según mis propias normas. Luego, a pesar de haber vuelto a Quebec por dos años, decidí regresar al extranjero para estudiar en la universidad. En el Sur. En México. Iba a ser una expatriada de diecinueve años.


Porque México me parecía exótico. Porque quería aprender español. Porque quería quemaduras de sol y verano eterno. Porque era asequible para una estudiante un poco pelada. Porque los hombres eran guapos, con su tez bronceado, sus grandes ojos cafés y su acentito crujiente. Encontré un Sur particularmente acogedor, con los brazos abiertos, ofreciéndome la oportunidad de descubrirme a mí misma como mujer a través de lo desconocido más completo. Perder mis puntos de referencia fue probablemente el mejor regalo que me he ofrecido hasta ahora. Cambió por completo mi vida, eliminando mis anteojeras, mis prejuicios, mis miedos y mis certezas en un desvestir del alma que me permitió convertirme en la que soy hoy, en toda mi simplicidad y mi complejidad. En todos mis colores y mis sabores del día.


Amé tanto a este majestuoso país, a pesar de todas sus imperfecciones conocidas y menos conocidas. Mi México, el que descubrí por primera vez hace veintidós años, era desconcertante, impredecible y una gran aventura en sí mismo. Viajé allí a través de una organización, AFS[1], que organizaba intercambios culturales con estudiantes que se hospedaban en familias de todo el mundo para que vivieran un año en el extranjero. Íbamos a la escuela, vivíamos en una familia, adoptábamos los hábitos y costumbres locales y aprendíamos el idioma local, por la fuerza de las cosas. Me habían dicho que me iba a instalar en una pequeña ciudad en el estado de Sonora, Ciudad Obregón, una ciudad situada en medio del desierto, sin playa ni río. Cuando bajé del avión, esperaba descubrir una llanura arenosa, un aire seco y un sol abrasador, enemigo jurado de pieles delicadas como la mía (gracias a mi sangre irlandesa). ¡Pero, sorpresa! Yo había llegado en la temporada de lluvias, en una confusión inimaginable. Porque sí, puede llover en México. Llover mucho, apasionadamente y locamente. Estaba bien lejos de la imagen impecable de la postal.


Hacía cuarenta grados húmedo y las calles se habían inundado debido a la falta de bocas de alcantarilla para evacuar todas estas lágrimas celestiales que se habían derramado diariamente durante una o dos semanas. También aprendí que los desiertos se podían vestir de muchas maneras, y que mientras algunos como el Sahara llevaban un grueso vestido de dunas de arena fina y dorada, otros como el desierto de Sonora tenían puestos una chaqueta terrosa y llana, y también sahuaros y nopales como preciosos anillos en cada dedo, sin excepción. Por mas que traté de convencerme de que este panorama era una desolación total, me parecía sobre todo fantasmagórico y hermoso. También era la primera vez en mi vida que veía palmeras. Creo que la palabra "palmera" fue una de las primeras que aprendí a decir en español. Incluso hoy, en cuanto me encuentro en un lugar lleno de palmeras, sonrío con dientes. Las palmeras me hacen francamente feliz. No las asocio con las vacaciones, sino con el verdadero significado de la palabra aventura.


Con los años, hice de México mi hogar. Sí, aunque hacía 50 grados centígrados en verano en mi parte del país. No era perfecto... pero era perfecto para mí. En ese momento me había establecido con mi novio de la época en una pequeña casa en la colonia Villafontana. Para llegar a casa, tomaba un autobús acabadísimo de la Ruta 4 hasta las subdivisiones ubicadas un poco afuera de la ciudad. Tenía lo necesario: una cama, una estufa, una mesa, una computadora, un refrigerador y un televisor en blanco y negro que yo había puesto en una silla de metal en una sala de estar sin sofá. Como no teníamos el cable, habíamos agregado una antena para atrapar las ondas de dos o tres canales analógicos y, si queríamos ver algo (podíamos capturar la versión en español de los Simpsons, de Spin City, de Friends y de los Pokemon), colocábamos cobijas y almohadas en las losas frescas del piso y nos acostábamos rompiéndonos el cuello para ver la pantalla. Recuerdo haber visto los Juegos Olímpicos de Sydney acostada así durante dos largas semanas, teniendo tortícolis de repetición. Pero yo estaba feliz. Y eso era lo único que importaba.


Mi México era esa libertad de vivir simplemente. Hacíamos las compras con unos veinte dólares a la semana. Era muy poco, y confieso que comíamos bastante mal. No sabía cocinar, conocía poco acerca de los ingredientes locales y me negaba sistemáticamente a pedir dinero a mis padres, excepto cuando no tenía otra opción. Yo preparaba espaguetis con puré de tomate, ensalada de atún con granos de maíz y demasiada mayonesa o frijoles con tortillas de harina y queso fresco. Cuando nos sentíamos más ricos de lo normal, comprábamos pizza con pepperoni y queso o íbamos a la esquina a comer dogos, una delicia. Cuando nos sentíamos más pobres de lo normal, comíamos en la casa de mi suegra de aquel tiempo, Luly. También aprovechábamos la oportunidad para lavar nuestra ropa. Era la época en la cual yo era capaz de beber agua de la llave sin enfermarme. Porque me había vuelto un poco más mexicana y un poco menos canadiense, ciertamente, y esto, aunque mi tez de color nieve todavía me traicionaba, el maldito, así como mi propensión a comer helado a veinte grados centígrados (el invierno, en Obregón) mientras los verdaderos mexicanos temblaban, bien abrigados en chaquetas acolchadas de gran tamaño.


Este México era también él de los viajes de autobús muy largos. Me instalaba pacientemente con mi pequeña maleta en el borde de la carretera, y cuando los camiones salían de la ciudad, levantaba el pulgar y, en buena autoestopista, los interceptaba. Los conductores de autobús me dejaban subir con mucho gusto, vendiéndome un boleto falso a un precio ridículo. Así, yo podía viajar barato mientras hacían algo de dinero no declarado. Esta estratagema era probablemente bastante peligrosa, pero en aquel momento, yo era demasiado joven para entenderlo. Eran los viejos tiempos y aún hoy venero estos recuerdos de mi vida medio gitana. Algunas veces, viajaba en autobús por más de veinte horas para ir al D.F., cruzando los estados de Sinaloa, Nayarit, Jalisco, Guanajuato, Querétaro, etc.


Como dormía muy poco (era la rutina de los viajeros en solitario como yo, con poca experiencia), el conductor a veces me invitaba a sentarme con él para charlar, durante la noche. Esto lo divertía. A menudo dejaba subir a otros autoestopistas, a veces para viajes cortos, por ejemplo, desde un pueblo al borde de una carretera hasta una ciudad cercana. Recuerdo una vez en particular cuando un conductor había llevado a cuatro prostitutas bien alegres por un puñado de pesos con su proxeneta, una anciana. Todas iban a una fiesta no muy lejos. Yo estaba sentada al lado del conductor y la señora comenzó a acariciar mi cabello, canturreando, entretenida, un "conductor, conductor, usted tiene muy buena compañía". Sonreí y fue allí donde me di cuenta de que estos momentos de la vida ya no me traumatizaban más. Ya estaba yo más allá. Ahora yo era esa niña feliz, más abierta y menos impresionable. Para lo mejor y para lo peor.


Pero un día, decidí volver a Quebec. Así, casi por capricho, aunque no lo era en absoluto. Sentía que mi vida había cambiado drásticamente. Extrañaba a mi familia. Todavía tenía cosas que vivir en otra parte. Es así, cambiamos mucho y rápido, a veces. De repente quise volver a conectar con mis viejos amigos, comenzar una carrera, ver otros horizontes y estaba convencida de que México en ese mero momento no me ofrecía las oportunidades por las cuales yo aspiraba. En Quebec, tenemos este viejo dicho que va así: "quien toma marido toma país". Dejé ambos, el novio y el país, mientras prometía volver un día para revisitar mis recuerdos.


Inconsolable, lloré a lágrimas vivas durante días. Era MI decisión, había dejado mi desierto, mis palmeras y de repente me decía a mí misma que iba a tener problemas para sacar a México de mi mente y de mi piel. Sin embargo, los ataques del 11 de septiembre de 2001 pasaron pocas semanas después de mi regreso y luego acapararon casi todos mis pensamientos del mismo modo que los del mundo entero, aplastando violentamente mi dolor de flor arrancada, de mariposita perdida. Y simplemente se me olvidó esa idea de volver a México, por la fuerza de las circunstancias.


Nos olvidamos de volver a un lugar, cuando, lento pero seguro, nuestra vida cotidiana se ve asaltada por otras ideas. Tuve un nuevo novio, un típico Quebequense, que estaba tan sediento como yo por descubrir el mundo, pero fueron otros caminos los que se encontraron bajo nuestros zapatos. Los de la India, de Perú, de Turquía, de Indonesia, de Islandia, de Tailandia... Cuando nos casamos, amigos mexicanos hicieron el largo viaje a mi pequeño pueblo del Bas-St-Laurent para celebrar con nosotros. Me dijeron a menudo, después de mi partida: "Vente a dar una vueltita, Obregón cambia rápidamente, te estamos esperando". Hice promesas que no cumplí, siempre tuve una buena razón para no dirigir mis antenas hacia México, ni siquiera hacia una playa en un hotel con todo incluido. Poco a poco, aunque Facebook me recordaba constantemente que aún existía, simplemente perdí mi Sur. Lo extravié. No recordaba en qué caja lo había guardado.


Diciembre 2018. Era casi ayer. Un amigo me hizo una propuesta. Era nativo de México, a pesar de que había vivido en Las Vegas desde la infancia. Pero no había perdido su Sur. Para nada, en absoluto. Lo sacaba puntualmente para llenar su tanque de recuerdos de la infancia y de dulce melancolía. Me ofreció ir de viaje con él en busca de las mariposas monarcas de Michoacán. No me di cuenta de inmediato, al aceptar, que sería mi gran regreso al país. Una vez que tuve esto en mente, comencé a contar con mis dedos: 2019, 2018, 2017... 2002, 2001... Dieciocho años a vivir de otra manera, a dejar la Mexicana en mi dormir perezosamente. Me sentí mareada por una fracción de segundo. Porque me daba cuenta de que todo los recuerdos me volvían a la mente, de repente. Así, sin previo aviso. Como si mi amnesia voluntaria se había terminado de golpe y porrazo. El sentir, la nostalgia, el recuerdo de un sabor, de un olor, y ni siquiera aun había dejado mi ciudad.


29 de enero de 2019. Estaba sola, sentada en una banca en el centro de Querétaro, a la sombra de mi sombrero comprado unos días antes en Guanajuato con Eli y Librado. Estos dos me habían permitido encontrar mis puntos de referencia sin que se dieran cuenta. Había estado en México por diez días y regresaba a Canadá esta noche. Había tenido el tiempo, en diez días, de recordarme que el agua de la llave, ya no la podía tomar como antes, que la mujer que era ahora ya no tenía anticuerpos, y aunque la venganza de Moctezuma había sido terrible, la linda farmacéutica de León tuvo claramente LA píldora mágica para devolverme la sonrisa. Había podido recomenzar a comer gorditas y quesadillas rápidamente sin ningún efecto secundario desagradable. ¡Santo cielo!


No iría a Obregón durante este viaje. Prefería reconectarme con mi México en un terreno neutral, lentamente, para darme tiempo para reapropiarme su ritmo y su musicalidad. Ayer, me había despedido de mi buena amiga Marisela, que había viajado desde Sonora para pasar tres días muy cortos conmigo, una primera dulce reunión desde mi boda en 2008. Nos rememoremos viejos recuerdos tragando cerveza belga y alitas de pollo, hablemos de nuestros ex, estos dos hombres que nos presentaron una a la otra y que ambos rehicieron su vida. Nos reímos de los viejos tiempos, de esos años de escuela cuando yo caminaba en el campus de la universidad en camisetita blanca sin usar brasier, y lo más importante, sin darme cuenta de que era totalmente tabú. Era la misma época en que los dos decíamos que nunca nos casaríamos. ¡Ja! El hermoso candor de la juventud... Era Marisela quien fue el vínculo que faltaba entre el Sur y yo. No lo supe hasta que se fue. Ahora que yo estaba de nuevo sola conmigo misma a dejar el suave sol de la mañana lamer mis mejillas, mi brújula interior se había despertado después de casi dos décadas de sueño, y yo sabía de nuevo dónde estaba mi Sur.


Imprimí este lugar con tinta indeleble en mi memoria. Entonces, incluso si no siempre sé a dónde voy, mi radar interno, él, sabrá cómo llevarme a buen puerto en situación de crisis. Y no esperaré otros dieciocho años para volver a conectar con el Sur de mi vida. Porque ya lo extraño y necesito antípodas para ser completamente yo. Y es que aquí, lo que se ama nunca muere [2].

[1] AFS Intercultural Program: https://afs.org/

[2] de la canción México, de Ricardo Arjona.


| par La vie est un piment

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