"No me pregunto a dónde llevan los caminos; Es por el viaje que me voy." (Anne Hébert)
Son las ocho de la mañana. El autobús está justo a tiempo. El viaje de Rimouski hasta el centro de Montreal durará cerca de ocho largas horas, pero no suspiro, no parpadeo y no miro por arriba, y esto, a pesar de que el autobús está llenísimo y que estamos hacinados abarrotado al mas no poder. Estoy sonriendo, en realidad. Aunque sé que voy a tener las piernas entumecidas en unos pocos minutos. Aunque estoy bloqueada entre una mujer que toma un asiento y medio para ella tanto que está envuelta en capas y capas y mas capas de prendas de lana, y una ventana un poco grasienta. Aunque el wifi funciona mal. Aunque solo tengo una botella de agua y unos cuantas gomitas para pasar el tiempo, esto, mi Ipod clásico bien antiguo que llené de canciones de reguetón, mis Beats y mi imaginación más fértil que un campo bien arado.
En un autobús, a menudo encontramos una micro muestra muy representativa de nuestra sociedad. Para bien o para mal, lo diremos. Siempre hay una señora perdida que va a visitar a su hijo a la "gran ciudad". En cada parada, le pregunta a su vecino si es aquí donde debe bajar. Hay una chica que tiene demasiadas maletas para un solo ser humano en road trip. Parece que se va por un año en lugar de un fin de semana. Hay un tipo que trajo un almuerzo apestoso para comer (todos odian los olores de atún, de comino y de queso azul que emanan de su ensalada). Hay un septuagenario que no puede quedarse sentadito durante el viaje completo, se levanta todo el tiempo para estirarse o hablar con su cuñado, que ocupa un asiento dos filas detrás de él, y choca inevitablemente a la joven dormida con la boca abierta, cuya cabeza se balancea un poco en el pasillo. Ella se despierta por un segundo, solo lo suficiente para lanzarle una mirada asesina, y se vuelve a dormir. Y hay una señora que quiere contarle toda su maldita vida a su desinteresada vecina, explicándole la complejidad de su árbol genealógico, sus cuatro matrimonios fallidos, los trucos que enseñó a su pomerano, etc. Aprendí a evitar a estas damas, manteniendo mis auriculares en mis oídos desde el principio hasta el final del viaje, aunque no escucho realmente música. Sí, es cierto, soy un poco salvaje, pero por mucho que esté platicona cuando estoy con alguien que conozco, me gusta estar tranquila cuando viajo en autobús o en avión. Es que me hacen dormir, estos medios de transporte, y me convierto bastante rápido en la chica que duerme con la boca abierta de la que hablo unas frases más arriba.
Ósea, estoy lejos de verme elegante en viajes de estos, te imaginas bien, y esto, a pesar de que viajo con mis hermosas zapatillas, ya que me pueden servir de maravillas para defenderme con una buen patada donde duele si siento que alguien invade furtivamente mi espacio tan estrecho. Me parece que cuatro pulgadas en la espinilla (o en otra parte más estratégica) disuade bastante. En todos casos, si yo fuera un hombre, me cortaría el impulso de hacer manspreading. Además, ¿qué es esto, esta manía que tienen los hombres de sentarse abriendo sus piernas como si tuvieran una trompa de elefante entre ellas en lugar de su aparato masculino normal? Hombres, ¿qué quieren demostrar al mundo entero? ¿Que tienen más huevos que el vecino? Yo tengo melones enormes, salta a la vista de quienes se atreve a mirar un poco por este rumbo y, sin embargo, sigo manteniendo mis brazos dentro de los límites de mi asiento como una buena (y aún joven) mujer y no te doy un codo en las costillas, al menos no intencionalmente. Es en un autobús que uno se da cuenta de que esta manía masculina de abrir la piernas es una enfermedad contagiosa. Un chico hace eso, luego otro, luego otro, y otro mas. Debe ser divertido, dos tipos uno al lado del otro que luchan por un espacio tan pequeño como una banqueta de autobús con grandes golpes de "extiendo mis muslos más ancho que tú". Seguramente es igual de fenomenal que las hazañas de los contorsionistas del Cirque du Soleil... O tal vez no.
Al viajar en autobús, vemos paisajes. Por eso me gusta tanto, a pesar de que la proximidad de las personas a veces nos hace sentir incómodos, por no decir que nos molesta al máximo. No, no siempre huele a rosas en un autobús. No siempre está impecablemente limpio. Nos duelen las pompis por culpa de nuestro asiento bien duro. A veces nos demoramos porque estamos bloqueados en el tráfico a la altura del IKEA cerca de la ciudad de Boucherville. O estamos atrapados en desvíos cuando el puente Jacques-Cartier está cerrado debido a los fuegos artificiales. Pero casualmente, hay todo tipo de cosas que nos hacen sonreír en el camino. Por ejemplo, en Trois-Pistoles, pasamos por la famosa "travesía del queso en grano" que corta la carretera 132 en dos, la quesería por un lado y el restaurante de la quesería por el otro. En verano, hay tantos turistas cruzando la calle en este punto que crea mini atascos de tráfico en el pueblo. Pero hay que decir que es el mejor queso en grano del mundo... En St-Cyrille-de-Wendover, hay un campamento naturista promoviéndose en un cartel de la Carretera 20. Cada vez que paso por allá, el dibujo me hace reír y me hace sentirme incómoda al mismo tiempo: En la pancarta, vemos por detrás a un padre, una madre y un niño, nalgas desnudas que están uno al lado del otro. Es un poco extraño ver este letrero en el lado de la carretera, así, sin que uno lo espere. Bueno, ok, puedes decir que soy una mujer llena de prejuicios. Lo asumo, lo asumo... En fin... También hay los dinosaurios del restaurante El Madrid (ok, se llama El Madrid 2.0), la tienda encantadora Ben Lalen (ok es un juego de palabras en francés con el nombre Ben Laden - si, lo sé, no me digas nada... - y la palabre "laine", ósea lana) ubicada en Ste-Eulalie, cuyo nicho es la venta de pieles de oveja (pues sí, por esto se llama así) y muchos otros lugares que nos ahogan el aburrimiento bien como debería ser para un agradable paseo hacia la metrópolis.
Y en el reloj pasan los minutos a un ritmo loco, sobre todo cuando uno escucha antiguos clásicos de dance music de los años noventa mientras cuenta las colinas de la Montérégie que pasan por la ventana en fila india. Lo diremos, las tierras bajas del San Lorenzo, son plana como un plato, tanto que te hacen apasionadamente bostezar. Las colinas nos salvan de todos modos de un coma profundo, en mi opinión. Luego conducimos por el lado del río hasta el terminal de Longueuil para que bajen unos pocos pasajeros en los suburbios, saludando a la vez al Puerto de Montreal, al Estadio Saputo y al Estadio Olímpico que nos miran desde el otro lado del curso de agua. Cuando finalmente lleguemos al puente Jacques-Cartier, tenemos el corazón que palpita y necesitaríamos tener ojos en todas partes alrededor de la cabeza para no perdernos nada. A la derecha, vemos La Ronde, el parque de atracciones local, y sus tiovivo girando a una velocidad increíble. Casi podemos oler al dulce aroma del algodón de azúcar elevandose hacia nosotros. A la izquierda, la Biosfera se en encuentra, en el centro del parque Jean-Drapeau. Ya no es joven, pero ha envejecida terriblemente bien. Me gustaría lucir así a su edad. Luego vemos la cervecería Molson, los edificios del centro de la ciudad que se parecen a niños jugando en un patio escolar durante el receso. La gran rueda del Puerto Viejo está toda iluminada. Es bonito. Es diferente. Pero de repente me digo que carece de vegetación y que mi parte del país tiene atardeceres mucho más hermosos, pero esa es otra historia.
Al final, no es el destino lo que cuenta, ni el lugar de origen. El punto A y el punto B no importan en el mundo de los viajes. Es la pequeña línea de puntos que conecta los dos extremos que importa, en realidad. Esto se llama el descubrimiento. No importa dónde estemos, salimos todos los días del punto A al punto B. Si hay una certeza en este mundo, es la que el ser humano no está inmóvil. Al menos no en el sentido físico del término...
"Nada detrás y todo por delante, como siempre en la carretera", así lo escribió Jack Kerouac.